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¿Cómo hablarles a los chicos de la muerte?

Seguramente esta es una de las preguntas “inquietas” que hacen los chicos y es de las más “inquietantes” a contestar. Los tanatólogos coinciden en que si el tabú por excelencia de siglos anteriores ha sido el sexo (su anatomía y funcionamiento, el acto sexual, ¡¿cómo vienen los bebés?!); el tabú de nuestra época es la muerte y como tal, hablar sobre ella nos incomoda…Nos asustan  los traumas que pudiéramos ocasionarles al contactar con semejante tema. Creemos que tenemos que tener la palabra justa, en el momento preciso…y así ante tantas pretensiones y miedos de nuestra parteel tema se posterga, se elude y se silencia.

  Intuyo que el problema no estriba en el tener que hablar con los niños sino en el vernos obligados a abordar una temática que nos es difícil de pensar a nosotros mismos.

  Pobre muerte. ¡Es una época difícil para la muerte! La realidad siempre ha sido que ella forma parte del combo de la vida, y aún así nos parece que es ajena, extraña, maldita, ¡injusta!.. Todo menos natural. Sin embargo, apenas nacemos, sabemos poco de lo que será de nuestra vida: ¿tendremos hijos?, ¿nos casaremos? ¿tendremos una profesión? Lo único que sabemos con certeza desde el momento preciso en que venimos a la vida es que moriremos. Dicho efecto ¡venía en el prospecto! Pero en una época donde el hombre necesita conectarse con una sola cara de la moneda (la felicidad perpetua que proponen las propagandas, el éxito para el que tanto nos preparamos, y los avances técnicos que parecen solucionarlo todo), la muerte, inmutable al final del camino (porque la vida se alarga…pero la muerte sigue siendo ineludible!) se niega, se rechaza y oculta.

  Somos grandes “naturalizadores” de sentimientos: creemos que es “normal” sentir miedo, pánico y dolor ante la muerte. Como si fueran los únicos sentimientos que le correspondieran. Sin embargo, si nos disponemos a hacer un viaje en el tiempo (a siglos anteriores), o en el espacio (a culturas del hemisferio Oriental), podemos apreciar, no sin cierto asombro, que la muerte no siempre a despertado o despierta estas emociones. Durante muchos siglos y hoy día en nuestro vecino hemisferio, la muerte era una cuestión sencilla, natural, sin mayor intensidad dramática. La muerte era cercana, indiferente y aceptada. Los ancianos morían en casa, los enfermos se curaban o no, pero en casa. Los familiares iban mostrando las señales de vejez: arrugas, lentificación de movimientos, juegos menos rudos…en casa, y nos daban una lección de cómo ir modificando las actividades al son de las posibilidades, pero sin pelearnos con lo natural. Mi abuelito, el que me llevaba a vivir aventuras en el bosque, es el que me las sigue propinando pero con un libro de cuentos en la mano. La preparación para la muerte o la aceptación del final de la existencia era ayudado por el hecho de estar tan cerca de los ciclos vitales que nos presenta la naturaleza una y otra vez como repitiendo una lección sustancial. Los árboles, las plantas que despliegan todos sus ciclos con un color cada vez y luego cuando todo parece haber concluido…el ciclo vuelve a comenzar. Los animales que nacen, son criados, llegan a un momento de apogeo y naturalmente declinan en su vitalidad, y con absoluta dignidad ejercen sus rutinas para morir. No parecen asustados.

  Dice Philippe Ariès en su maravilloso libro “Morir en Occidente” que durante siglos los niños participaban de la ceremonia del morir, que comenzaba cuando los sujetos apreciaban que el fin estaba cerca. Entonces presidían una ceremonia pública desde su lecho: se despedían, aconsejaban, organizaban. Los cuartos de los moribundos estaban llenos de chicos, de vecinos, hasta de los animales de la casa, o sea… ¡estaban llenas de vida!, en una enseñanza de que vida y muerte no son enemigas sino socias inseparables y coexistentes. A esto, Aries, le llama “La muerte domesticada”.

  Hoy día, la dinámica urbana dificulta que los niños testifiquen este transcurrir y esto hace que la muerte entonces…¿¡deba ser comunicada?! Menudo encargo.

  Creo, entonces, que la mejor comunicación se hace en el día a día y cuando la ocasión lo proponga, sin ánimo de eludir la oportunidad. No hay una edad para hablar del morir; como todo, es más fácil simplemente integrarlo desde siempre y con el lenguaje conceptual adecuado a cada momento evolutivo.

  Otro inconveniente que se presenta es que  solemos “adultizar” los temores de los chicos. Mientras a los “grandes” la muerte nos inquieta en relación al fin de nuestra apreciada existencia, la disolución del ego, la incertidumbre acerca del misterioso después; los niños no parecen conmoverse ante las mismas temáticas. ¿Acaso será porque “acaban de llegar”? (No solemos cuestionarnos ni replantearnos qué ocurrió antes de existir ¿por qué deberíamos atemorizarnos acerca del después? Reflexiona HugoDopaso en “El buen morir”).

  Volviendo a los pequeños, ellos suelen tenerle miedo no exactamente a la muerte sino a la potencial ausencia de sus seres queridos y cuidadores que ella pudiera inflingir. Temen por su propio desamparo si algo, como la muerte los separara de sus padres. Los niños, necesariamente egocentrados y vivenciando su presente continuo, suelen no poder proyectarse a un futuro donde ellos mismos serán fuertes y autónomos para afrontar otras realidades.

  Cito a modo de ejemplo una charla que irrumpió en mi hogar bajo la tutela del inquisitivo Juan María de 4 años.

-¿Vos te vas a morir? ¿Todos se mueren?

-Si, todos, pero en general cuando somos viejitos y ya vivimos mucho.

-Pero yo no quiero que vos te mueras porque entonces ¿quién me va a cuidar?

-Juan, cuando yo me muera vos ya vas a ser grande. Hasta es posible que tengas hijitos y seas vos quien los cuides a ellos. ¿Viste Mamina y Papino (mis padres)? Mirá lo grande que soy y ellos todavía viven y ya no me cuidan, ni vivimos juntos aunque los quiero mucho.

– Ahhh! Responde Juan, asombrado de que la relación materno- filial pueda tomar formas tan variadas en el tiempo (¡¡ya le tocará cuidarme!!) y más apaciguado.

  Lo que intenté trasmitirle es que la vida es una rueda: todos pasamos por todo y por supuesto es menos traumático cuando lo que ocurre, ocurre cuando es esperable que así sea.

  Cuando me refiero a sus abuelos, aludo a dos cosas: que tenemos relación para rato (hecho que lo tranquiliza en el presente) y que hay un momento en la vida donde uno ya está preparado para soltar y dejar ir.

  Por supuesto que se podría objetar que existen muertes prematuras de alto impacto traumático porque parecen estar fuera de tiempo y lugar. Los adultos no deberíamos vivir desechando esta posibilidad. De hecho es desde esa perspectiva que la vida toma otro sentido, otra escala de referencia, nos invita a una permanente reflexión acerca de cómo administramos nuestro tiempo y energías (la muerte vuelve a aparecer como una aliada o maestra para vivir  la vida sabiamente). Pero cuando los chicos son muy pequeños, trato de cooperar con el fortalecimiento narcisista y la tan necesaria sensación de estabilidad y continuidad que les propina cierta seguridad imprescindible para su desarrollo, por eso, apelo a las generales de la ley: es probable, simplemente probable que pueda contar con sus padres y hermanos hasta una edad adulta. Sabemos que esto no siempre ocurre y en tanto vayan creciendo estas posibilidades entrarán en nuestras conversaciones.

  Como anteriormente decíamos, las charlas acerca de la muerte no deben ser ni evitadas ni propiciadas desde nuestra propia ansiedad. La naturaleza de la vida nos trae el tema a casa con el mismo pulso con que agrega más vida. El dolor de las despedidas, la alegría de los advenimientos, la finalización de etapas y la generación de nuevos proyectos, se nos aparecen y nos rodean en una danza perpetua. De eso se trata, de transmitir coexistencia.

Lic. Paula Mayorga

 

 

Este artículo fue escrito a solicitud de OMEP (Organización Mundial para la Educación Preescolar) y publicado en su sitio web 

Obras Citadas: Aries,Phillipe.“Morir en Occidente” Ed. AH 2000

                           Dopaso, Hugo “El Buen Morir” Ed Deva´s 2005.