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La Argentina en cuarentena. Las otras grietas que abrió el coronavirus

Por: Federico Acosta Rainis

15 de abril de 2020  

Hace unos días, Gustavo salió a la calle con su perra Shanti. Lo hizo siguiendo las recomendaciones del Ministerio de Ambiente de la Nación en el contexto de la pandemia de coronavirus: sin más compañía que la del animal, con una bolsa y un spray con lavandina para limpiar lo que Shanti ensuciara. Pero apenas comenzó a caminar, desde un balcón le llovieron los insultos por pasear a su mascota.

«Era una persona muy agresiva. Le intenté explicar que estaba permitido, pero me gritó que yo estaba arriesgando a todo el barrio y que iba a llamar a la policía», dice ahora Gustavo. Cuatro días después volvió a pasarle lo mismo, con otro vecino. En aquella ocasión directamente ignoró la agresión y siguió su rumbo. «¿Cómo le explicás a alguien mientras te insulta? -se pregunta con resignación este emprendedor de 49 años-. Vivo en un departamento sin balcón, salgo una vez por día, solo unos minutos. Hay mucho ambiente de violencia, falta de educación y de información».

La que relata Gustavo es apenas una postal de los cortocircuitos que aparecen en tiempos de encierro y coronavirus, en los que cada persona tiene distintas perspectivas sobre lo que se debe y se puede hacer.

Hay quien vigila la distancia exacta en la cola del supermercado, quien acusa a otro -con más o menos pruebas- de incumplir el aislamiento obligatorio, y hasta quien llama a la policía porque un vecino pasa música en su balcón para matar el tedio del barrio. Para unos, se trata de respuestas exageradas que fomentan una ciudadanía policíaca, para otros, son modos responsables de cuidado.

Para los especialistas, el enojo, el señalamiento, el miedo al otro e incluso la indiferencia son respuestas naturales a una situación tan extraordinaria como es una pandemia. Formas de procesar la incertidumbre y la angustia que provoca.

Carlos Sica está acostumbrado a lidiar con ese tipo de emociones. Psicólogo social de formación, en 1991 fundó un grupo de voluntarios llamado Emergencias Psicosociales (EPS) que trabajan conteniendo in situ a víctimas de grandes tragedias. Ayudaron en AMIA, en Cromañón y en Once, entre otras.

«Estamos ante algo que nos obliga a mantener la distancia y encerrarnos -reflexiona sobre el coronavirus-. Como una especie de guerra donde cada casa es una trinchera. Es un cambio muy brusco que provoca dos miedos básicos: a la pérdida de lo conocido y al ataque de lo nuevo. Atrapados entre esos dos miedos, es comprensible que aparezcan conductas alteradas».

Es una especie de guerra donde cada casa es una trinchera

«Lo fundamental es entender que son reacciones normales: lo anormal es la situación que estamos viviendo», coincide María Cecilia Bodon, docente de la carrera de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (UBA) y coordinadora del Equipo de Psicoterapia y Asistencia en la Crisis. Según explica, es una situación que «supera la capacidad de las personas de afrontarla», y por eso provoca conductas «que pueden ir desde la negación -‘a mí no me va a pasar nada’- hasta otras de tinte más persecutorio, de discriminación o egoístas, del tipo sálvese quien pueda».

Según el sociólogo Carlos de Angelis, a cargo del Centro de Estudios de Opinión Pública de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, vivimos un tiempo inédito. «En una guerra, después de un bombardeo, la gente sale a la calle. No hay mucho precedente de tener que encerrarnos -plantea-. La casas se han convertido en territorios protegidos, pero a la vez densos, porque uno tiene que estar ahí y está la convivencia familiar. La situación económica también genera incertidumbre».

Esas tensiones muchas veces se descargan sobre los demás: «La idea del miedo al otro también puede acelerarse. El que está afuera, en la calle representa el peligro, el anormal, porque puede ser un portador». Para de Angelis, también hay un cierto «autoritarismo en la sociedad» que ahora encuentra la forma de expresarse: «Podríamos pensar que el miedo lleva a que la gente muestre su faceta autoritaria».

El que está afuera representa el peligro porque puede ser un portador

Un ejemplo extremo fue el cartel de los vecinos del edificio ubicado en Amenábar al 1500, en Belgrano, en el que intimaban a una médica a «evitar el tránsito y permanencia en zonas comunes así como tocar elementos tales como picaportes, barandas de escaleras, acceder a la terraza y demás elementos», bajo la amenaza de imputarla por delitos al Código Penal. El caso terminó en una denuncia por discriminación de la Asociación de Médicos Municipales de la Ciudad. Estos actos se repitieron en edificios donde viven enfermeros y farmacéuticos con el correr de los días.

Claudio, que tiene 47 años y trabaja como importador, jura que la mayoría de los vecinos celebraron la iniciativa: «A los quince minutos toda la cuadra era una fiesta». Algunos se sumaron con luces de colores de sus balcones, otros con las linternas de sus celulares. Y cuando faltó música porque falló la señal de Internet, desde otro edificio tomaron la posta.

«Era bailar y bailar con esos vecinos que no conocés, que siempre ves a través del balcón, pero que nunca trataste en tu vida», recuerda.

El encuentro duró poco. A la media hora, dos móviles de la policía llegaron hasta su domicilio y cuando Claudio bajó a abrir, los uniformados le mostraron una foto de él mismo bailando en su balcón: la había sacado, con zoom y desde otro edificio, la persona que hizo la denuncia. La música y la fiesta terminaron. Pero los vecinos de la cuadra, desde las alturas, expresaron su disconformidad con el delator anónimo mediante un abucheo generalizado.

«Se ve que el que denunció tenía un enojo con él mismo, porque sino es inentendible», dice Claudio. Y lamenta que se haya interrumpido una ocasión para aflojar los nervios por la pandemia y el encierro: «¿Por qué no nos dejás un rato, si había dos veredas enteras divirtiéndose desde sus casas? Un poco de tolerancia, ¿no?».

Las redes y el enemigo invisible

Los chispazos se repiten en el mundo virtual. Aunque allí la batalla política parece por estos días haber bajado de volumen, los ribetes locales del coronavirus provocan, si no una grieta, al menos algunas hendiduras. En las redes se discutió largo y tendido si correspondía repatriar a los argentinos varados en el exterior, si el aplauso nocturno a los trabajadores de la salud era un apoyo suficiente, si el foco debería ponerse en la salud o en la economía.

Pero también hubo grandes consensos, en algunos casos con tintes irreflexivos, como la condena sistemática a cualquiera sospechado de violar su aislamiento. Incluso sin pruebas.

El comportamiento precipitado y en masa, analizan los expertos, responde a la necesidad de encontrar un culpable de carne y hueso, frente al miedo que provoca un enemigo invisible como el coronavirus. «Comunitariamente, los sentimientos se contagian rápido. Y cuando el miedo se contagia a la sociedad se convierte en pánico. Y ahí hay que buscar el culpable, hay que hacerlo rápidamente y aparecen estas situaciones», dice Sica.

«Todo lo que involucra cuestiones ligadas a la enfermedad y a la posibilidad de morir moviliza miedos primarios, entonces las respuestas son primarias: amigo/enemigo, bueno/malo, etc. Es parte de la elaboración», agrega Bodon. Y aclara que aunque es clave respetar las medidas de protección contra el virus, en muchos casos se tiende a «magnificar el enemigo».

«Una crisis -apunta la especialista- es también un estado temporal que tiene un final y el potencial de tener un resultado positivo: muchas veces, por ejemplo, uno descubre que tenía recursos que desconocía». Por eso considera que, además de las complicaciones que trae, la pandemia abre la posibilidad de un aprendizaje: «Es importante que quede una huella en nosotros para futuras dificultades. Lo mejor sería que la capitalicemos y podamos ayudarnos entre todos».

Del egoísmo a la solidaridad

En los edificios los gestos de solidaridad son algo cotidiano. Pero también brotan algunas conductas más egoístas. Así lo testimonia un administrador que tiene a su cargo 18 consorcios porteños. «Me llamaron de uno al que volvió una chica que viajó a España y quedó aislada con su tío y abuela. Nadie se ofreció a colaborar con ellos, pero cuando fuimos había seis propietarios abajo que querían que desinfectemos todo y fueron a la comisaría a quejarse», cuenta. En otro consorcio, en cambio, los vecinos se turnan para limpiar y para hacer las compras de una mujer que está bajo aislamiento.

Marcela es empleada bancaria, tiene 40 años y vive sola en el último piso de un edificio en el centro de la localidad bonaerense de San Miguel. En los últimos veinte días salió solo dos veces para ir al supermercado. «Trato de cumplir porque estoy con mucho miedo», explica. Como sus padres son mayores, no le resulta fácil quedarse en casa: «Mi mamá me llama y se me estruja el corazón, pero entiendo que no puedo ir a verlos».

Por eso sintió mucha bronca cuando la semana pasada escuchó ruidos en el techo y descubrió que en la terraza se habían juntado vecinos de dos departamentos distintos a tomar mate, con hijos y mascotas que jugaban al fútbol alrededor. «Me acerqué y les expliqué bien que el espacio estaba cerrado, por un tema de cuidado y salud, pero me gritaron de todo y me insultaron», relata

La administración, entonces, puso un aviso en el ascensor, notificando el cierre de los espacios comunes acordado por la mayoría de los propietarios. Un vecino colgó después su propio cartel, con una insólita respuesta: «Durante la cuarentena, yo soy mi propio administrador. Si cierran las terrazas, se romperán las puertas y después las pagamos todos. Si alguien quiere cuidarse, que no suba y listo. Que no sea una guerra porque hace 15 días que no salgo y estoy medio nervioso».

El coronavirus, los argentinos y el futuro

«La relación de los argentinos con la ley y las reglas de convivencia es conflictiva. Siempre guiñamos un poquito el ojo y decimos: bueno, más o menos. Y ahora hay reglas duras -reflexiona De Angelis-. En todo el mundo las encuestas muestran que la mitad de las personas piensa que no va a infectarse: si pensás que los demás son portadores, pero a vos no te va a pasar, crees que tenés más derechos que el resto».

La relación de los argentinos con la ley y las reglas de convivencia es conflictiva

Mientras aprendemos a lidiar con nosotros y con los otros en una pandemia, Gustavo y Claudio planean, dentro de lo posible, seguir con sus actividades habituales. Gustavo va a seguir sacando a pasear a Shanti, porque no incumple ninguna ley y porque no tiene otra alternativa: «La perra no puede ir al baño en la pieza». Eso sí, aclara, saldrá «cada vez menos, lo más rápido posible y a la menor distancia posible» para minimizar los encontronazos con el vecindario.

Y Claudio, a quien los vecinos ya le pidieron que organizara otro festejo, imagina formas de compartir su música con el barrio sin recibir otra denuncia anónima: «Vamos a tratar de hacerlo de 20 a 22, para no molestar a nadie», dice. Y se pregunta también qué ocurrirá cuando pase la pandemia con todas esas personas que antes conocía solo de vista con las que ahora baila desde los balcones: «¿Nos volveremos a ignorar todos? Tal vez esto nos ayude a cambiar: estábamos socialmente muy metidos en el odio y la grieta».

Sica, con su larga experiencia en catástrofes, elige una metáfora más poética: «Una crisis encierra dos conceptos: el peligro y la oportunidad. Cuando la crisálida del gusano de seda empieza a deshacerse, todos los tejidos son difusos. En estos momentos, los tejidos habituales se están disolviendo y todos estamos revisando conductas. Cuando pase la pandemia puede surgir una mariposa o un bicho monstruoso. No podemos predecirlo, pero aspiramos a que aparezca lo solidario».