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Sobre los avatares del encuentro humano…

Lic. Silvia Nolan

Sobre los avatares del encuentro humano…

 

Que la comunicación a través del lenguaje es lo que nos diferencia del resto de las especies, es de las pocas ideas que han atravesado tiempos, culturas y disciplinas, alcanzando un consenso casi universal. Sabemos que a través de este complejo proceso construimos las relaciones de interdependencia imprescindibles para vivir y convivir, conocemos el mundo, nos pensamos, tallamos nuestra identidad, nos humanizamos. De la claridad y calidad que alcancen nuestros diálogos dependerá en buena medida la riqueza de nuestros vínculos, el desarrollo personal, nuestro bienestar y el de nuestro ambiente.

Si nos detenemos en el origen de esta capacidad humana o en las variables que intervienen, nos despedimos rápidamente de las coincidencias y entramos así en dilemas que intentan dilucidar si ha sido primero el huevo o la gallina… ¿Nacemos con una habilidad lingüística innata, que simplemente activamos? ¿O aprendemos a hablar porque nos hablan? ¿Ambas? ¿Generamos primero las representaciones mentales que implican las palabras? ¿O vamos adquiriendo el lenguaje y eso habilita nuestro pensamiento?  ¿O lo hacemos simultáneamente?

Profundizar sobre cómo llegamos a aprender un sistema complejísimo de signos construido y compartido a lo largo de generaciones que nos permite nada menos que hacer presente lo que no lo está es, sin dudas, apasionante. Se trata no sólo de la herramienta fundamental de la que disponemos tempranamente para relacionarnos con nuestros congéneres, sino también de la forma bajo la cual opera nuestro pensamiento y nuestro conocimiento del entorno.

Tomemos el tipo de comunicación a través de la cual hablamos del mundo con otros, dejando la intrincada dimensión del diálogo vincular (si esto fuera posible). Es un hecho que un niño antes de los dos años es capaz, por ejemplo, de decirle a su cuidador “noni”, sabiendo que con ese vocablo le estará transmitiendo su deseo de irse a dormir y que eso impulsará al adulto a facilitarle la satisfacción de su necesidad.

Un siglo atrás, el psicólogo ruso Lev Vygotski, realizó una brillante observación sobre lo que él llamó “gesto de señalar”. Alrededor de los 6 meses un bebé comienza a interesarse por los objetos y a ensayar formas de alcanzarlos. Así lo explica:

Al principio, este gesto no es más que un intento fallido de alcanzar algo, un movimiento dirigido hacia cierto objeto… situado fuera de su alcance; sus manos, tendidas hacia ese objeto, permanecen suspendidas en el aire… como si quisieran agarrar algo. En este estadio inicial, el acto de señalar está representado por los movimientos del pequeño, que parece estar señalando un objeto: eso y nada más. Cuando acude la madre en ayuda del pequeño y se da cuenta de que su movimiento está indicando algo, la situación cambia radicalmente. El hecho de señalar se convierte en un gesto para los demás… Por consiguiente, el significado primario de este fracasado movimiento de apoderarse de algo queda [para el niño] ligado a los demás… Un movimiento orientado hacia un objeto se convierte en un movimiento dirigido a otra persona, como un medio de establecer relaciones. El movimiento de asir se transforma en el acto de señalar”*. Es decir, en un acto comunicativo. Desde entonces, el niño repartirá su esfuerzo en alcanzar lo deseado, al tiempo que buscará asegurarse que el otro observe su intención, habiendo entendido que esa intervención facilitará su éxito.

Si bien sabemos que la conexión entre seres humanos se inicia aún antes de nacer, este maravilloso instante -casi fugaz- sella para siempre nuestra condición de seres relacionales. Buscaremos la mirada cómplice de los otros, entre otras cosas, para descubrir el mundo, para sentirnos reconocidos, para satisfacer nuestros deseos, para medir nuestras potencias y nuestros límites. Experimentamos alegría cuando somos comprendidos y nuestro deseo es facilitado, y enojo o frustración cuando no lo somos. El mundo real, el imaginario, el íntimo quedan enlazados a los otros a través de ese gesto inaugural de señalar, devenido luego en palabra. Nuestra interacción con el entorno acontecerá inevitablemente mediada por los demás. Los vínculos se jugarán en ese campo en el cual, cuanto mayor sea el entendimiento mutuo, mayor será la armonía y la salud de la que gocemos.

A lo largo de la vida, cada encuentro humano en el que logremos trazar un triángulo que conecte: mi mirada, la del otro y el objeto, nos devolverá a aquella primera vivencia reconfortante en la que alguien identificó nuestro deseo y nos permitió alcanzarlo. Cada vez que se produzca esa configuración triangular en la que nuestra mirada convoque a otro frente a algo que nos sorprende, que nos interpela o que nos conmueve, surgirá esa profunda confirmación de nuestra humanidad. Nos nutriremos con aquellas novedades a las que nos vayan invitando padres, hermanos, abuelos; aquellos universos que nos enseñan nuestros maestros. Más tarde elegiremos amigos, parejas, compañeros de ruta, entre otros motivos, porque en la sincronicidad con la que nos encontremos fascinados por un mismo espectáculo natural, sensibilizados por un poema o una canción, deleitados por un perfume, riendo frente a idéntica escena, se replicará aquella huella en la que el acto de señalar se convirtió en gesto para otro, un otro que respondió asertivamente. Un acto individual se transformó en encuentro humano.

Por supuesto, este dispositivo, que a priori luce infalible, es víctima de inevitables avatares. Con esa misma intensidad con la que se experimenta el virtuoso trazado del triángulo que nos reúne con un otro en el vértice de una pasión compartida, de un proyecto, o de una convicción; así de intensas resultan las desventuras causadas por desencuentros y malentendidos. Nuestro uso de las palabras es muchas veces errático, oscuro, contradictorio, porque nuestros pensamientos también lo pueden ser y porque el mismo lenguaje es extraordinariamente complejo, de múltiples pliegues y repliegues que envuelven todas las dimensiones posibles de nuestra vida.

A modo de ejemplo, cuando establecemos un diálogo presuponiendo que “lo que es obvio para mí, es obvio para el otro” caemos en una de las innumerables trampas. Ésta y muchas otras, han sido desmenuzadas desde la perspectiva de teorías tradicionales como la sistémica, el psicoanálisis, la psicología cognitiva y otras. Sin embargo, basta la observación hecha por Vygotski de aquel primitivo y casi mítico momento para comprender que allí mismo reside la ilusión a la que podemos quedar adheridos. Una ilusión que nos hace creer que los “gestos” comunicativos son inequívocos y contundentes, y que un señalamiento básico de nuestro interés será necesariamente interpretado de manera unívoca por el destinatario. Si queremos transmitirle a otro una idea, una propuesta, eligiendo mensajes cifrados, dejando “pistas”, asignándole la tarea de inferir o completar lo que quiero decir, a menudo, el entendimiento mutuo queda en serio peligro de fracasar. 

Que ese Otro desentrañe lo que efectivamente queremos decir quizá represente para nosotros una prueba de que realmente está interesado en ese encuentro, como si el esfuerzo que implica el desciframiento otorgara una satisfacción mayor, una confirmación de que nos ha dedicado suficiente atención, o de que nos “quiere” como merecemos, así como aconteció en aquel primer acto de señalar que nos inició en el diálogo humano. Es fuerte la tentación de renunciar a la claridad del mensaje a cambio del goce de ser adivinados por otro; de algún modo obtenemos la confirmación de la elección acertada de nuestro interlocutor pero, al mismo tiempo, nos cobra la variedad y riqueza de nuestras conversaciones.

Si bien estos ejemplos pecan quizá de excesiva simplificación, es justo afirmar que nos aproximan a la certeza de que los diálogos fructíferos y saludables requieren la descentración de nuestra perspectiva. Descentrarse es enfrentar el desafío de acercarse al otro, de imaginar cómo se ve el mundo desde un prisma diferente al propio y dejarse sorprender por el particular resplandor al que me invita. Esta movilidad, además de hacer más fluidos los intercambios, alimenta nuestro descubrimiento del mundo. Nos apropiamos de nuevos saberes y construimos experiencias significativas que, a su vez, nos proveen de nuevos vértices atractivos adonde convocar a otros. Así la vida, que a colores se despliega como un atlas, nos embarca en un espiral infinito de encuentros humanos que atemperan su finitud y nos propulsan desde puntos rígidos hacia formas móviles y plenas de humanidad.

 

* VYGOTSKI, Lev S. “El desarrollo de los procesos psicológicos superiores”, Barcelona, Crítica, 2000, p. 93.